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De ‘arahitogami’ a ‘ningen’: el sol se oscureció y el emperador dejó de ser un dios

Cuando las bombas nucleares estadounidenses cayeron sobre Hiroshima y Nagasaki, en agosto de 1945, Japón era un imperio gobernado por Hirohito (1900-1989), un emperador con poderes absolutistas y considerado por los japoneses como un semi-dios.

El 124° soberano nipón era considerado el heredero de los dioses: la corona que heredó en 1926 se había transmitido en una sucesión casi ininterrumpida desde que su antepasado Jimmu, aunque hoy existen muchas dudas acerca de la fecha y de su propia existencia.

Según la leyenda, el clan imperial al que pertenecía Hirohito (el abuelo del actual emperador, Naruhito) había surgido en la llanura de Yamato hacía 2.680 años.

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El linaje que supo extender su influencia con sus conquistas y elaboró con el paso del tiempo la mitología tradicional del sintoísmo -la religión tradicional japonesa-, según el cual todos los emperadores descendían de los dioses.

La creencia en la divinidad imperial se mantuvo intocable a través de cien generaciones hasta la Segunda Guerra Mundial, en la que miles de soldados murieron al grito de Tenno Heika Banzai («Diez mil años de vida al emperador»).

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Pero después de que las bombas nucleares devastaron a Hiroshima y Nagasaki, el emperador se rindió ante Estados Unidos y reconoció ante los japoneses que no era un «arahitogami» (dios) sino un «ningen» (ser humano).

Las autoridades que ocuparon Tokio dijeron entonces que Hirohito había dado este paso por iniciativa propia, aunque los relatos japoneses posteriores dicen que actuó a instancias de los estadounidenses que, bajo el mando del general Douglas MacArthur, presionaron para eliminar los «mitos y leyendas» que adjudicaban divinidad al emperador

MacArthur dijo en sus memorias, publicadas en 1964, que Hirohito, al renunciar a la divinidad, había asumido para sí «un papel destacado en la democratización de su pueblo», y que sus súbditos, que lo veneraban, llegaron a respetarlo y admirarlo.

El papel exacto de Hirohito en la guerra —si ordenó crímenes de guerra, si fue un partidario de los deseos expansionistas de los militares y la mitología imperial o un pacifista encubierto— sigue siendo un tema debatido y los historiadores creen que probablemente nunca se resolverá.

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Hirohito, el emperador que perdió su divinidad

Portada del diario «Japan Times» del día del ascenso de Hirohito al trono japonés, en diciembre de 1926.

Cuando Hirohito ascendió al Trono del Crisantemo en 1926, sus súbditos -que practicaban el sintoísmo, la religión tradicional japonesa-, lo veneraban como descendiente de la diosa Amaterasu. Su título oficial era Mikako, la «Puerta del Cielo».

El emperador todavía era considerado un «arahitogami«, la personificación humana del «kami«, una entidad que posee cualidades esencialmente superiores a las de la existencia ordinaria.

Como arahitogami, el emperador debía ser reverenciado como figura semi divina eterna e intocable.

Por esta razón, nadie podía mirar al emperador a los ojos, y los escasos retratos oficiales que se publicaban se cubrían con una tela semitransparente.

Cuando Hirohito enfermaba, los médicos sólo podían tocarlo utilizando guantes de seda, y cuando los sastres imperiales debían tomar medidas, lo hacían desde lejos.

Dentro del palacio, los emperadores tenían prohibido comunicarse con nobles cuyos linajes no se remontasen a más de 2.000 años de antigüedad e incluso los periódicos que se les presentaban eran cuidadosamente recortados para permitir que sólo las noticias «adecuadas» pasaran ante los ojos de un semidiós.

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La divinidad imperial no podía ser vulnerada de ninguna manera, y ni siquiera observada directamente a los ojos o desde arriba.

De hecho, el título oficial del emperador, Tenno, se interpretaba como Emperador Celestial a Quien Uno Mira desde Abajo de la Escalera, derivando del requisito de que el soberano siempre se dirige a sus vasallos desde lo alto.

Por esta razón, cuando el carruaje imperial salía del Palacio de Tokio, las ventanas de los edificios altos eran cerradas inmediatamente, e incluso los pasajeros de los tranvías que pasaban cerca se veían obligados a inclinarse hacia la residencia.

En 1928, cuando la revista Time publicó en su portada un retrato de Hirohito, cientos de japoneses escribieron a la editorial suplicando a quien tuviera un ejemplar que jamás lo apoyara con la portada hacia abajo o pusiera ningún objeto sobre ella.

Y cuando Hirohito, siendo un joven príncipe, se aventuró a un largo viaje por Europa, decenas de japoneses lo consideraron un sacrilegio y cometieron públicamente el suicidio ritual del «harakiri».

A las 08.15 del 6 de agosto de 1945, Estados Unidos arrojó su bomba atómica sobre esa ciudad nipona, lo que mató a unas 140.000 personas. Tres días después, un proyectil idéntico cayó sobre Nagasaki y dejó otros 74.000 fallecidos, aproximadamente.

Amaterasu, la antepasada imperial, era la diosa del Sol

La corona que heredó Hirohito tras la muerte de su padre se había transmitido en una sucesión casi ininterrumpida desde su antepasado Jimmu (bisnieto de Amaterasu), aunque hoy existen muchas dudas acerca de la fecha y de su propia existencia.

Según la leyenda, la pequeña llanura de Yamato era hace 2.680 años la residencia del clan del cual surgió el linaje imperial, que supo extender su influencia con sus conquistas y elaboró la mitología tradicional del sintoísmo según la cual todos los emperadores descienden de la diosa.

Amaterasu (cuyo nombre significa «Diosa gloriosa que brilla en el cielo«) es una de las deidades sintoístas (kami) más importantes, ya que de ella emanaba toda la luz sobre la tierra, según la mitología.

Según el relato histórico del Kojiki (Registro de cosas antiguas), escrito en el año 712, Amaterasu nació del ojo izquierdo del Padre del Cielo, Izanagi-no-mikoto, cuando se purificaba en el mar tras su intento fallido de rescatar a su esposa Izanami.

De manera similar nacieron los hermanos de Amaterasu: Susanoo, dios de las tormentas y tempestades; Tsukuyomi, dios de la Luna, y todo un panteón de pequeñas deidades como las de la hierba, del viento, de las embarcaciones y de los alimentos.

El último de los hermanos fue Kagutsuchi, el dios del fuego, cuyo alumbramiento provocó quemaduras mortales a su madre, a la que Izanagi no pudo rescatar del reino de los muertos (el Yomi).

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Según el mito, un día Susanoo provocó un gran caos en el mundo del cielo. Avergonzada, Amaterasu decidió esconderse en una cueva de roca y, como consecuencia de esto, el Takamanohara (el mundo del Cielo) y el Nakatsukuni (el lugar que se halla entre el mundo de los muertos y el Cielo) se sumergieron en la oscuridad total.

Temiendo que las tinieblas perduraran para siempre, todos los dioses se reunieron y realizaron unas fiestas rituales para sacar a Amaterasu de la cueva y devolver la luz a ambos mundos. Todos los dioses danzaron y rieron se ríen con la actuación de la diosa de la felicidad, la fertilidad y la danza Ame-no-uzume y el ruido exterior atrajo mucho la curiosidad de Amaterasu.

Cuando se asomó, la deidad Ame-no-koyane le anunció: “Hay una diosa más poderosa que tú”, y le mostró el espejo. Al ver su brillante reflejo, Amaterasu creyó que se trataba de otra deidad y, al salir un poco de la cueva, el forzudo dios Tajikarao la sacó por la fuerza. Una vez fuera, se dio cuenta de que lo que había visto era su propio esplendor.

Según la creencia sintoísta, la dinastía imperial surgió cuando Ninigi-no-Mikoto, el hijo de Amaterasu, bajó desde las orillas del Río Celestial hasta la Tierra en la isla de Kyushu.

Ninigi-no-Mikoto quiso casarse con Konohana, la hija del dios de la montaña. Aquel dios se lo concedió con gusto, y para mostrarle su amor le otorgó también a su primogénita, a quien el joven pretendiente rechazó por su fealdad. El dios, muy ofendido, puso en marcha un conjuro: la mujer rechazada hubiera dado a Ninigi-no-Mikoto una descendencia de vida eterna, mientras que Konohana sólo le daría descendientes mortales.

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El místico matrimonio se celebró de todos modos, para gran disgusto del dios de la Montaña, y la pareja tuvo tres hijos Hoderi, Hosuseri y Howori. El tercero se hizo pescador y se internó en el gran océano, donde conoció a Toyo-tama Bime, la hija del dios del Mar y se casó con ella.

El único hijo de la pareja, Ugayafukiahezu, se convirtió en cocodrilo cuando su padre lo miró, desatendiendo los ruegos de su esposa. Agraviada, Toyo-tama Bime abandonó al recién nacido y encargó a su hermana, Tama-yori, que lo criara. Ella no sólo se hizo cargo del niño, sino que pasado el tiempo se casó con él.

Uno de sus cuatro hijos, Kami-Yamato, más conocido como Jimmu, se convertiría en el primer emperador de Yamato, de modo que, según las creencias sintoístas, la estirpe imperial nipona desciende de los dioses del Sol, de la Montaña y del Mar.

El reino de Jimmu (que comenzó a gobernar el 11 de febrero del año 660 a.C.) había surgido, según la mitología, cuando el dios Izanagi se paró sobre el «Puente Arcoíris» hacia la Tierra y hundió su lanza enjoyada en el mar. Las gotas que cayeron, mientras retiraba la espada, se congelaron creando, de esta forma, el archipiélago japonés.

Amaterasu le ordenó a Jimmu: “La lozana tierra de los cañaverales es un país que heredarán nuestros descendientes. Ve allí, mi imperial nieto, y gobiérnalo. Y que nuestro linaje imperial continúe intacto y próspero, coetáneo entre el cielo y la tierra”.

Amaterasu legó a sus descendientes mortales tres tesoros (un espejo, una joya y una espada que simbolizan la pureza, la bondad y la justicia) que según la leyenda imperial, se transmitieron de emperador a emperador durante dos milenios hasta el actual soberano.

Los tradicionalistas aseguran que la dinastía se perpetuó en línea masculina sin interrupciones durante 126 generaciones desde el emperador Jimmu, pero los historiadores creen que las primeras diez generaciones son probablemente míticas y que hubo una ruptura después del emperador número 25.

El primer emperador cuya existencia está respaldada por evidencias históricas fue Odin, en el siglo III, mientras que Kimmei, coronado en 531, es considerado la raíz del actual linaje imperial: desde entonces, a través de 100 generaciones, la dinastía Yamato reinó ininterrumpidamente en Japón.

Más de 2 millones de soldados japoneses murieron en nombre del último emperador-dios

El emperador Hirohito y el general estadounidense Douglas MacArthur durante el acto de rendición de Japón. Foto: Wikipedia Commons

Antes de la Segunda Guerra Mundial, pocos japoneses vieron al emperador Hirohito en persona y solo contemplaron su rostro en escasos retratos oficiales publicados por la corte.

Tampoco habían oído su voz, y cuando la oyeron por primera vez en la transmisión de la rendición, muchos no pudieron entender lo que estaba diciendo porque la distancia entre el pueblo y la corte era tal que el lenguaje de Hirohito era diferente del habla cotidiana.

Con el inicio de la guerra en 1940, los militares elevaron a Hirohito, gobernante absoluto y comandante de 8,2 millones de tropas, como símbolo viviente del país, por quien todos los japoneses deberían estar dispuestos a sacrificarse.

El sintoísmo les enseñaba a los soldados: “Aquellos que, con las palabras Tenno Heika Banzai! (¡Que el Emperador viva para siempre!) en sus labios, han consumado una muerte trágica en batalla, sean buenos o sean malos, por ello quedan santificados”.

Siguiendo esta premisa, miles de jóvenes marcharon a la batalla prometiendo luchar o morir por el emperador, una promesa que llevó a muchos al suicidio o a esconderse en la selva hasta treinta años después de la guerra.

Aunque la evidencia histórica sugiere que Hirohito era en el fondo un pacifista, en su nombre su gabinete declaró la guerra a Estados Unidos y Gran Bretaña al atacar Pearl Harbor el 7 de diciembre de 1941. Cuando la guerra se volvió contra Japón, más de 3 millones de súbditos de Hirohito murieron (2,3 millones de soldados y 800.000 civiles).

La desastrosa guerra terminó en Japón con la devastación de Hiroshima y Nagasaki con bombas nucleares estadounidenses.

A las 08.15 del 6 de agosto de 1945, Estados Unidos arrojó su bomba atómica sobre Hiroshima, lo que mató a unas 140.000 personas. Tres días después, un proyectil idéntico cayó sobre Nagasaki y dejó otros 74.000 fallecidos, aproximadamente.

Impulsados por la propaganda militarista que se basaba en los mitos sintoístas, millones de soldados japoneses habían muerto en nombre de Hirohito.

La rendición de Hirohito ante el general MacArthur

La mitología imperial se hizo añicos cuando los súbditos japoneses escucharon por primera vez la voz de Hirohito anunciando la rendición de sus fuerzas armadas por la radio. En una dramática transmisión radial, el 15 de agosto de 1945, proclamó que «la situación de guerra no se ha desarrollado necesariamente en nuestro beneficio» y llamó al pueblo a prepararse para «soportar lo insoportable y sufrir lo insufrible«.

«El enemigo ha comenzado a emplear una nueva y más cruel bomba, cuyo poder para hacer daño es realmente incalculable, cobrando el precio de muchas vidas inocentes», dijo el emperador. «Si continuamos luchando, no solo resultaría en un colapso final y la destrucción de la nación japonesa, sino que también conduciría a la extinción total de la civilización humana».

El llamado a la rendición tuvo efecto inmediato. «El ejército japonés estaba decidido a continuar la lucha y planeaba una defensa de las principales islas del país con 12.000 pilotos kamikazes, 2,5 millones de soldados y 28 millones de civiles armados con lanzas de bambú», asegura Francis Pike, autor de La guerra de Hirohito: la guerra del Pacífico 1941-1945.

Y continúa: «Al final, sólo fue la intervención del emperador Hirohito, comandante en jefe del ejército, quien, gracias a la bomba atómica, obligó a los militares a rendirse y salvó así la vida de cerca de un millón de soldados aliados (incluidos 100.000 británicos), sin mencionar los 140.000 prisioneros de guerra que Japón planeaba asesinar si su país era invadido».

El 27 de septiembre de 1945, Hirohito recorrió Tokio hasta el edificio de la compañía de seguros «Dai-Ichi», donde el general Douglas A. MacArthur, Comandante Supremo de las Potencias Aliadas en Japón, había instalado su sede.

MacArthur dijo que al emperador le temblaban las manos. «Traté de hacerle las cosas lo más fáciles posible, pero sabía cuán profunda y terrible debía ser su agonía de humillación», escribió.

Estados Unidos decidió no someter a Hirohito a un juicio por crímenes de guerra, a diferencia de sus principales funcionarios. Reinó hasta su muerte en 1989, tras 64 años de reinado. Foto: Wikipedia Commons

«Vengo a usted, general MacArthur, para ofrecerme al juicio de las potencias que usted representa como el único responsable de todas las decisiones políticas y militares tomadas y de las acciones tomadas por mi pueblo en la conducción de la guerra», le dijo el emperador.

MacArthur relató que tuvo «una tremenda impresión». «Me conmovió hasta la médula de mis huesos. Era un emperador de nacimiento inherente, pero en ese instante supe que me enfrentaba al Primer Caballero de Japón por derecho propio».

En su mensaje al presidente Eisenhower, el general MacArthur aseguró que el papel de Hirohito en la guerra había sido estrictamente ceremonial, un pacifista cautivo en su palacio, víctima de una conspiración.

Varios países aliados de Estados Unidos presionaban para que Hirohito fuera entregado a un tribunal de crímenes de guerra y juzgado, pero MacArthur se negó a convertirlo en un mártir y los convenció de que ejecutar al emperador sería una mala idea. “Es un símbolo que une a todos los japoneses”, escribió en un telegrama secreto.

En lugar de ejecutar a Hirohito, MacArthur propuso reconstruir Japón a imagen y semejanza de Estados Unidos, desterrando la mitología sintoísta que sostenía la divinidad imperial y transformando una sociedad medieval en un estado democrático con una Constitución moderna y un gobierno electo democráticamente.

En un gesto que cambió para siempre la historia de Japón, Hirohito renunció a su divinidad y a la noción de que el pueblo japonés era superior a otras razas, idea fomentada durante la guerra para justificar las conquistas militares, y se transformó de la noche a la mañana en un “emperador humano”.

«Los lazos que nos unen han estado siempre sustentados por la confianza y el afecto mutuo», dijo el 1 de enero de 1946. «No dependen de las leyendas y los mitos. Ya no están basados en la falsa idea de que el Emperador es divino y que los japoneses son superiores a otras razas y destinados a dominar el mundo».

Al finalizar su mensaje radial, Hirohito se volvió hacia su esposa, la emperatriz Nagako, y le preguntó: «¿Te parezco más humano ahora?» La emperatriz respondió suavemente: «No».

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