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Manuscrito. Para pegar poemas en la heladera

Buena parte de este año tuve a la vera del teclado dos libros que me dediqué a releer a la primera pausa abriéndolos por cualquier página. Son la Poesía completa (1958-2008), de Joaquín Giannuzzi, y La vida en serio. Obra completa (1998-2019), de Juana Bignozzi. El tomo de Giannuzzi tuvo una edición anterior, pero esta (del Fondo de Cultura) agrega un prólogo de Fabián Casas sobre esa “poesía prosaica que viene de estudiar a los grandes maestros de la prosa”. El de Bignozzi (salió por Adriana Hidalgo, lo curó Mercedes Halfon), que reúne la segunda mitad de su producción, incluye algunos inéditos y pone en contratapa un poema inolvidable. Empieza así: “cuando yo esté muerta un libro va a llevar mi nombre/ se llamará obra completa porque nunca más/ podré agregar una línea/ y ahí estará mi primera juventud/ las etapas intermedias/ la última pasión antes de volver a la verdadera…”

«El libro de Martín Prieto deja en evidencia que la lectura de poesía no es nada arcano, que puede ser profunda pero también cosa cotidiana»

Bignozzi y Giannuzzi reaparecen –y este es el punto– en otro de los libros del año, que desborda de versos, pero está en prosa. Lo firma Martín Prieto y tiene un título ganchero: Un poema pegado en la heladera (Blatt&Ríos). Pequeños ensayos o crónicas razonadas, lo que dejan en evidencia es que la lectura de poesía no es nada arcano, que puede ser profunda pero también cosa cotidiana. Prieto relaciona poemas, los analiza y los hila muchas veces con elementos autobiográficos.

Bignozzi aparece cerrando el primer capítulo (después de Denise Levertov, Juanele Ortiz y Philip Larkin). El tema es el paso del tiempo. En “Sutherland. Retrato destruido de Churchill”, la poeta le da instrucciones al artista que pintó al político inglés (cuadro que la mujer de Churchill destruyó) para que la pinte a ella en su juventud, de manera tal que su marido pueda ver “a la muchacha que no conoció/ y con la que vive hace más de treinta años”.

Un poema pegado en la heladera, de Martín Prieto

El apartado en que figura Giannuzzi lo tiene además como personaje: un Prieto veinteañero visita al poeta, allá por 1980, cuando sacó con unos amigos un volumen con sus primeras piezas. Giannuzzi –al que no conocía, al que no había leído– lo recibió en el edificio del diario Crónica, donde trabajaba, y después lo acompañó a tomarse el colectivo. “Un gesto soberano” (de modestia, se entiende), define Prieto, antes de hacer la síntesis precisa de una obra –de Nuestros días mortales a Un arte callado– que asumió que todo lo personal es político, pero que el cambio se aprecia mejor en las “pequeñas mutaciones de la vida cotidiana”, a la espera de “un nuevo lenguaje que puede estallar en cualquier momento”.

«Ese hábito, ese gesto que permitía el hallazgo de un poema de la nada, en una página de todos los días se diluyó, como si los lugares comunes de la época no toleraran esa capacidad de resistencia, de duración»

El libro podría valer por ese acercamiento a dos poetas clave, pero hay, claro, muchos otros. La imagen “entre borrosa y mitologizada”, por ejemplo, que conserva Prieto de Elvio Gandolfo en un bar de Rosario, cuando lo conoció, y ese poema urbano que más tarde le permite entender que lo había encontrado en su “zona particular” del mundo. Y también el apartado del título, que habla del recorte de un poema de Francisco Madariaga, “Viaje estival con Lucio” (aparecido en un diario, justamente LA NACION) que la mamá del autor tenía pegado en la puerta de la heladera. “Un poema publicado en un diario contiene no un destino, pero sí una posibilidad de destino diferente al publicado en un libro”, anota Prieto. Ese hábito, ese gesto que permitía el hallazgo de un poema de la nada, en una página de todos los días se diluyó, como si los lugares comunes de la época no toleraran esa capacidad de resistencia, de duración. Una consigna posible: copiar y pegar poemas en la puerta de la heladera.

La poesía soportó en todo caso desplantes peores que ese y sigue ahí para quien quiera. Incluso hace acto de presencia en la vulgar mosca que acaba de entrar por la ventana abierta y que en este momento “explora el borde del vaso en rápidos giros discontinuos”. Linda descripción, me digo, antes de darme cuenta de que solo estoy repitiendo un verso de Giannuzzi.

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